¿Es compatible una vida simple y despojada con la exaltación de ciertos placeres sensuales? 

En la respuesta está el camino. Dejar que las manos del artesano nos toquen a través de su trabajo es un acto de comunión y de amor sencillo que nos acerca a la verdadera índole de la Creación.

Escribo a oscuras, sin beber, de memoria, en cautiverio. Escribo escuchando a Karen Dalton, una india cherokee, de voz tan aguda como una carga de profundidad punzante y melancólica. 

Dalton canta rota por dentro su dolor y el de otras existencias sagradas como Billie Holiday y Bessie Smith; es un acumulador de memorias sublimes. Como los vinos dulces hechos en el Tiempo, su voz suena como una cuerda de metal de resonancia sagrada. 

Como un Madeira centenario por ejemplo, que provoca la alucinación del equilibrista que no puede evitar la pulsión orgásmica de “la pequeña muerte”, deslizándose sin que su voluntad intervenga, por un hilo imperceptible, en tensión exacta entre dulzor y acidez.

El gabacho inefable Vincent Pousson, bardo moderno de crónicas vínicas, sostiene que lo que el vino tiene de sublime es su potencia de lectura de un territorio, con un grado de complejidad mucho mayor de lo que pueden las palabras y los idiomas.

Byung-Chul Han, filósofo de moda, fino catador del aire que bufa el capitalismo impío, se refiere a lo sublime como la cualidad donde reside lo verdaderamente bello. Loa a lo sublime como estrategia de salvación de lo bello; justamente lo que lo mantiene humano irresistible, por oposición al estándar, al lugar cómodo y superficial de lo liso y lo terso que dicta el mercado.

Por eso no me extraña que Pousson, el amante lacrimógeno ante la intensidad que le inflige lo bello, elija la palabra sublime para describir lo que le pasa, físicamente, al tomar contacto con un Rancio. La eternidad encarnada, la consciencia de la Historia que sobreviene al recorrer sus territorios y comulgar con ellos ya sea en estado líquido como sólido, cuando brota imparable, involuntario, el llanto.

El que se considera como el relato más corto jamás escrito en español, sirve para expresar el sentimiento que provoca estar ante la Presencia de estos vinos y sus cuidadores.

En 1959 el hondureño Augusto Monterroso escribió “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

Cuando despertemos de este sueño en cautiverio habremos tenido el tiempo de apagar los cantos de sirena para aprender a distinguir las voces de los ecos, con permiso del poeta. 

En ese concierto seguirá resonando la música que toca Barbeito en Madeira a través, para mi, de la voz de Nuno Duarte, las botellas cómplices de Rancios centenarios acercadas por un verdadero maestro, Benoît Danjou-Banessey en Espira-de-l’Agly, en el sur profundo francés y todo el rocanroll del que es capaz João Roseira, el enfant terrible de los vinos de Porto desde sus estudios clase A “Quinta do Infantado”, ubicados en la pequeña freguesía de Covas do Douro.

¿Es compatible una vida simple y despojada con la exaltación de tales placeres sensuales? 

En la respuesta está el camino. Dejar que las manos del artesano nos toquen a través de su trabajo es un acto de comunión y de amor sencillo que nos acerca a la verdadera índole de la Creación.

Publicado en el nº39 de La Alacena Roja

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *