Nadie sabe por qué cuando se creó la Denominación de Origen Rías Baixas en 1988, la Península del Morrazo, con su patrimonio vitícola y una cultura única en torno suyo, quedó fuera de ese mapa; había una revolución en ciernes y mucho dinero detrás.

Con apenas 140 km2, es el hábitat de variedades autóctonas descendientes de una estirpe ancestral, la Caíño Bravo, con la cual la Tinta Femia tiene grado directo de parentesco (El potencial aromático de las variedades de vid cultivadas en Galicia; ed Xunta de Galicia; pag. 27, 28, 29). Se trabajan de tiempo inmemorial en parras bajitas de no más de 60 cm de altura sostenidas por pilotes de granito, muchas de ellas al borde del mar. Las viñas de arena conforman un paisaje conmovedor; hay muchas, no se sabe cuántas, porque el abandono no para y se pierden fundiéndose en el verdor del paisaje. Dinamizan una economía local que alcanza para completar una jubilación. Pero el valor social que genera esta actividad es incalculable. La Tinta Femia es hoy la razón de vivir de unos hombres –jóvenes de entre 60 y 80 años– jubilados del mar y sus mujeres. Lo que les separa del olvido propio y del ajeno, que es otra forma del abandono.

Estamos en el noroeste extremo de la Península Ibérica, en la Península del Morrazo, de proa al océano Atlántico; en el Consello de Bueu, parroquia de Cela; el “Cru” de la Tinta Femia, donde radica la verdadera identidad de los vinos del Morrazo, la terriña donde lo mágico y lo real conviven.

Antonio Portela, de la Asociación Galega de Sumilleres, uno de los creadores del salón A emoción dos viños, viticultor y productor del Tinta Femia Namorado, lo tiene muy claro y desafía al señorío del Salnés, sub-zona fama de la D.O. Rías Baixas. “El Caíño Redondo del Salnés perderá frente a la Tinta Femia. Es más austero y corto y en boca es menos ácido, más serio. La Tinta Femia no es seria,  su boca es vibrante, tiene un pelín más de acidez, un pelín menos de alcohol y aromáticamente es intensa y punzante.”

“Aquí nadie vive de la Tinta Femia pero es una forma para no morir, no te salva de nada, pero mantiene vivos a la gente que viene del mar” dice Julián Rodríguez, gallego comprometido, viticultor sin tierra, poeta maldito.

¿Y por qué se siguen dedicando a la viña y al vino entonces?

“Lo que pasa es que llegas de la mar, te jubilas, tienes la viña al lado de casa porque la trabajó tu madre, tu suegra, tu mujer, de toda la vida y te da pena abandonar eso. Como no te da tanto trabajo, te metes en ese rollo por no dejar abandonado algo que en esta y todas las casas de Cela es una tradición y ahí te quedas. Pero también hay gente que dice ¡que le den por el saco! y las venden como solar, no como viña.”

José Luis López Puig, es hombre de mar jubilado y colleiteiro –cosechero–. Parece que no tuviera edad. Tiene pelo negro todavía frondoso y fuerte, su andar es erguido y firme como salido de un daguerrotipo. Contenido, la voz le viene de adentro, no muy grave; más bien serena y lacónica, arrastra melancolía. Es el mismo lugar de las tripas desde el que proclama la pureza de su vino. “Es más, dice, este no tiene sulfitos. Ni en la uva, ni en la vendimia, ni en los trasiegos, no lleva de nada. El sabor que tiene es el vino. No está enmascarado con nada. Y se nota, tanto se nota que hay gente que no le gusta”.

La cultura marina antecede la vitícola y se remonta a tiempos precristianos cuando en la punta de la península los humanos construyeron un castro santuario único en su gran extensión, Berobreo, en honor de Breo divinidad de la lumbre, que iluminaba el camino a navegantes y protegía a los habitantes de la península sobre todo en asuntos de salud. Las gentes de estos parajes han vivido bien de su trabajo en la mar aunque no exentos de angustia.                                                                     

“Cuando antes los hombres estaban en la mar, las mujeres quedaban en la casa, y una de las cosas que tenía que atender era la viña, por eso se llama Femia. Yo creo que si esa viña no la hubiera atendido la abuela, la mamá, la tatarabuela, y hubiese sido el hombre, pues igual se hubiese acabado. El peso matriarcal en esta zona es importante” observa en segundo plano Julián Rodríguez con su mirada de poeta, capaz de comprender el alma morrecense y mapear sus placas tectónicas.

Estos hombres de mar en tierra siguieron una tradición y luchan por mantenerla viva. Tuvieron siempre un motivo para volver a tierra. Pero hay una realidad que los desafía más que una ola gigante, la falta de trabajo para sus hijos y su propia finitud. Una forma de la soledad. El fin de su historia.

Tinta Femia viña de la arena

“Aquí la generación que trabaja la viña es la mía, de nosotros para abajo ya no hay. A mi si me viene alguien de afuera y me lo paga bien, se lo vendo. Antes, hace 50 años, una familia, plantaba una viña para beber en casa. En ese tiempo bebía todo Dios, el vino de casa era la bebida que había. Y aparte vendían algo para sacar un poco. Aquí no hay trabajo para los jóvenes. No hay nadie aquí. ¿Qué le voy a decir a mi hijo que está en Portugal, trabajando, que venga a trabajar la viña? Dirá ¡qué carallo! ¡Mis hijos no saben dónde quedan las viñas. No saben por dónde se va! Nuestra generación es la última.”

¿Cuál es el valor del patrimonio vitícola del Morrazo?

Depende de a quién se lo preguntes. Un colleiteiro de ahí cansado de trabajar la viña y no llegar a ninguna parte, la abandona. La abandona antes que dársela a un desconocido para trabajarla. El componente de desconfianza en el carácter gallego es grande y se ve aumentado en el pequeño territorio del Morrazo. “Allí si no fuera por Portela no te abre ni Dios la puerta”, dice Rodrigo Méndez, Rodri, viticultor de estirpe familiar en la zona del Salnés, dueño de Forjas del Salnés, una de las bodegas emblemáticas de la D.O. Rías Baixas, con fama en tintos atlánticos. De él dice el crítico Luis Gutiérrez en Los nuevos viñadores (ed. Planeta), que “lleva el Caíño en vena.”

“Ahí en el Morrazo encuentras sitios que te ponen los pelos de punta. Y hay sitios sin viñedo pero que lo tuvieron, que te acojonan más. Que dices ¡hostia, esto era tremendo! Tiene suelos de arena totalmente de arena, suelos de granito, suelos de granito y arena… cerca del mar, aunque esté al interior siempre estará el mar ahí.

En la zona de Cela lo que más me sorprendió fue la orientación. Orientación Norte. Mientras aquí en el Salnés somos Sur y lo buscamos para madurar más, en Cela con orientación Norte, hay menos madurez pero lo que sorprende es la acidez. Aquí en el Salnés también hay mucha, pero en el Morrazo yo le llamo acidez cristalina, porque catas el vino y ¡la acidez se te mete en los ojos joder!” dice Rodri.

A Joan Gómez Pallarés, autor de Vinos Naturales de España (ed. Integral), también le impresiona el terroir. “Lo más importante es el territorio, único, y diría, por lo que intuyo, los vientos y las humedades, también casi únicas de lo que conozco, comparables sólo con los agros perdidos de Saborido”, refiriendo a lo que Antonio Saborido, también viticultor en estado de melancolía crónica, le contara parados junto a lo que llama agros, esas parras bajas y antiguas en el Barbanza.

Joan busca su rastro en otros territorios históricos del vino y lo encuentra. Los hila del mismo modo que en el Morrazo los colleiteiros cosen la tierra con sarmientos, como es tradición, para conseguir nuevas varas, vida nueva. Los ubica en una cultura que va desde la Francia continental y remota hasta el Mediterráneo cálido y desde allí al noroeste extremo de la Península Ibérica en el océano Atlántico.

“Y la Tinta Femia, esa uva que cada vez que la pienso me recuerda mucho más a un híbrido que a otra cosa. La acidez y el primer golpe en nariz y en boca de un buen Barrantes -sí, no es contradictorio: también hay algún buen Barrantes-; y la finura y matices de un Beier. Me vienen esos recuerdos de las primeras Beier bebidas de Oriol Artigas –viñador en el Mediterráneo catalán, en la región de Alella–,  y casi me reafirmo: mar y brisa, sol y panal, cuarzo y mica, pendientes suaves, mutaciones que andan entre la Caíño Brava y la Sumoll, intuición que los aromas del Camino de Santiago están en esa uva: del Jura a Alella y de Alella al Morrazo. Y que esa nariz tiene que acabar en el paladar algún día. Con unos vinos que, a mi humilde modo de ver, han nacido para dos cosas que todavía no he probado: para rosados de un día –tomo el nombre del vino único de Mark Angeli– y para ancestrales. Y, claro, natural, ”sans poudre de perlimpimpin.”

Las maneras de trabajar la tierra, conducir la viña y hacer el vino en la civilización Morrazo son muy dispares y van cambiando en el tiempo. “Si hubiera más viñas como esa de la playa, sobre arena y que, claro, apenas necesita tratamiento… Pero yo no las vi. Vi viñas altas y crecidas, viñas con abonos y con pesticidas y vinificaciones atroces” dice Joan Gómez Pallarès de su última incursión hace cuatro años.

La mezcla de tradición con una idea de modernidad asociada a lo técnico, puede dar resultados que se alejen del camino artesano intuitivo, para buscar la seguridad en la figura del enólogo. Pero mientras el núcleo duro de los viejos vivan mantendrán viva una viticultura ancestral única. “Yo vi cosas ahí en las viñas que en la puta vida las vi, como la conducción de una cepa que te empieza a dar vueltas y a dar vueltas y a dar vueltas y tu dices de dónde cojones viene esto! Ahí te encuentras de todo, las parras bajitas… aquello es muy interesante.” Rodri Méndez está fascinado por el territorio y por el contacto con la evidencia ancestral. Ahí también hay cosas para aprender.

“A ver aquí nosotros seguimos la tradición de los viejos” dice José Penas Crujeiras, Seso, hombre de mar jubilado, acentuando las gés hasta convertirlas en jotas ásperas. La bodega es pequeña, vieja y atiborrada de objetos; se alumbra con un fluorescente. Hay tres barricas que eran de su suegro y estaban allí desde antes que él llegara. En la mesa pequeña cubierta con un mantel de hule, había todo tipo de manjares caseros. Pan, embutidos que vienen de su propia matanza, tortilla hecha con sus patatas y los huevos de sus gallinas.

Seso y Carmiña viñadores de Tinta Femia

“En esta esquina el vino que se hace no lleva producto de ninguna clase. Viene de la viña, aquí hierve en los barriles, y se desmosta cuando echaron entre cinco y ocho días a hervir. Se saca y está en el barril sin nada más. Mismo el blanco lo hacemos igual. Se hierve, tiene color, tiene sustancia y olor ¡claro! Hierve con su racimo, no le saco nada. Tengo una despalilladora ahí pero no la uso. Lo hago siguiendo la forma tradicional. Igual igual igual. Hierve mejor porque yo después hago el aguardiente y me fermenta mejor en el pote. Yo sigo la tradición de mi suegro y él lo hacía con raspón. Y cuando había pocos racimos ponía unas varas de maíz de pie para que no se apelmazara y rindiera bien.”

Para poder tomarse una botella con tranquilidad y que no le pase nada, el vino tiene que ser “natural, natural, natural” dice Seso, por su honor y por la memoria de los viejos. Otra cosa es su complejidad y su finura.

Comida casera que agasaja al visitante. En casa de Seso y Carmiña

¿Qué hay que esperar de un vino de Tinta Femia?

No hay una descripción sensorial hecha por la gente aquí que sirva como punto de referencia. No hay definida una tipicidad de la variedad, ese concepto esquivo resbaladizo subjetivo y conflictivo, al que apelan las Denominaciones de Origen como razón de ser. Un mecanismo burocrático para estandarizar el gusto en relación estrecha con el mercado. En la web de la flamante Indicación Xeográfica Protexida Ribeiras do Morrazo se enumera la Tinta Hembra, sin más.

Sin embargo hay descriptores sensibles y crudos que no se nombran; se manifiestan con el cuerpo.

“Si te gusta es que está bien y si no, está mal” parece indiferente José Luis López Puig, pero los ojos le vidrean cuando dice que su vino no tiene sulfitos ni en la uva, ni en la vendimia, ni en los trasiegos; que no lleva de nada; que el sabor que tiene es el vino y que no está enmascarado. “Y se nota tanto que hay gente que no le gusta”.

Pepe Currás, es colleiteiro de estatura mediana, tez blanca, calva plateada, ojos azul profundo y porte firme; dueño de una bodega pequeña y pulcra como pocas se puedan ver en todo el mundo del vino. Tímido, la voz le tiembla emocionada. Como todos fue marinero y ahora es hombre de mar en tierra. Como todos espera en su puerta al visitante con una jarra pequeña de porcelana blanca, donde recogerá el vino que salga de la barrica al quitar la espita y lo servirá como todos en cuncos –cuencos– blancos. “Antes no había variedad de vajilla y el cunco servía para todo”.

Pepe Currás viñador de Tinta Femia

Como todos al verse preguntado por la Tinta Femia duda, porque la respuesta no es racional, es una emoción convertida en vino. Se encoge de hombros, busca con los ojos como si pudiera mirar hacia adentro pidiendo ayuda, se lleva las manos al pecho y las abre. Sus ojos brillan. “Yo no sé cómo… Eso es único. Yo no sé cómo explicar, tiene una sustancia diferente a lo demás. Es muy íntimo. Este es muy distinto. Es en esta zona de Cela donde se produce, que se da mejor. Algunos lo han llevado a la mar pero…”

Antonio Portela que ya no disimula, está convencido y tiene pruebas materiales de que sólo hay dos vinos que aguantan un maridaje desde los entrantes al postre, “el champán y la Tinta Femia” que había soportado con elegancia afrancesada, un pase gastronómico de chiquitos y chinchos, pescado frito, y un postre de 3 chocolates. “No he visto otro vino que te aguante como la Tinta Femia, parece que no tiene alcohol, que no tiene grado, pero…”

Unos cuantos coinciden en que el lugar en que se bebe es determinante de la máxima expresión del vino y que definitivamente tiene que ser bebido entre ellos ahí en su terriña a partir del mes de mayo que es cuando se pone bueno porque antes está muy duro. A esta postura adhiere Rodri Méndez que se bebe de los buenos vinos de la gente mayor a la vez que sabe que hay que mejorar alguna cosita: “sin variar el perfil se ha de elaborar lo que se viene haciendo allí. Hay que seguir esa línea, afinándola.”

Para probar su primer vino de Tinta Femia elaborado junto con Antonio Portela en 2016 habrá que esperar hasta 2020.

Todo el vino que se produce en el Morrazo se consume en el Morrazo. Hay una economía local que funciona por inercia con un techo de cristal que no supera las seis o siete mil botellas por colleiteiro. Van a 4,5€ si se vende para bares y puede subir a 8€ o 9€ si se vende en el propio furancho.

La del furancho es una tradición centenaria concentrada sobre todo entre las zonas del Salnés y del Morrazo y consiste en habilitar una parte de la casa del productor para ofrecer el excedente de su propio vino hecho con uva propia y acompañado de una cantidad limitada de tapas; tortilla, pulpo, pimientos de Padrón, sardinas, empanada, todo casero. La ley para abrir furanchos está clara, pero hecha la ley hecha la trampa y el asunto siempre es para conflicto con los hosteleros que recelan. Pero desde el fondo de la sala hay alguien que zanja el tema “cabrones que esquivan la ley hay en todos los sectores de la sociedad. ”

En el Morrazo todo son microviñas. Ninguna llega a la hectárea y están dispersas en el territorio; dan trabajo y cuesta mucho dinero mantenerlas. “Lo que en el Salnés gracias al ordenamiento territorial que vino con la D.O. Rías Baixas, lleva tres horas, aquí lleva tres días”, dice Fernando García Cendón, presidente de la Asociación de Viticultores de San Martín de Bueu.

José Luis López, viñador de Tinta Femia. Fernando García Cendón, viñador de Tinta Femia y Presidente de la Asociación de Viticultores de San Martín de Bueu.

La viña siempre se trabajó como un complemento directo de la manutención familiar y su cuidado es parte de una tradición que hoy ya no tiene quien la quiera. Pero al terreno, urbanizable, sí. Se están pidiendo hasta 25€ el metro cuadrado en un territorio con una proyección turística que no para de crecer.

La Península del Morrazo es un barco quieto habitado por marineros en dique seco y sus mujeres.

“Aquí todos son  hombres de mar menos uno. El raro es mi cuñado Fernando” dice José Luis López Puig en referencia a Fernando García Cendón, presidente de la Asociación de Viticultores de San Martín de Bueu desde hace 14 años, jubilado bancario, que también estuvo siempre relacionado con el fútbol y el fútbol sala y fue jugador y D T de varios equipos de la zona. Un tipo sociable, con pulso para llevar gente y amortiguar conflicto, si lo hubiere. “Siendo empleado bancario me ofrecieron la Dirección de la oficina de Bueu, pero no acepté, no consideraba oportuno estar de Director en el mismo pueblo donde vives, no desconectas. Después de 42 años cotizados por el máximo, el año pasado me jubilé. Hice la cuenta y según mis cálculos voy a empezar a perder dinero a los 90 años” dice y se ríe.

Su figura es de consenso. Una máquina de tejer vínculos para activar al personal. Y aunque también rabia porque cuando se creó la Denominación de Origen Rías Baixas en 1988, la Península del Morrazo, con su patrimonio vitícola y su cultura única, quedó fuera de ese mapa, le dio nuevo impulso a la Asociación y un balón de oxígeno a sus colleiteiros.

Todo Bueu espera cada año con expectativa la primera semana de Julio cuando tiene lugar la Fiesta de la Tinta Femia. El acontecimiento que los de la Asociación de Viticultores de San Martín de Bueu esperan más que el día del cumpleaños de sus nietos. El momento cardio. Cuando el público que viene de todas partes, también de tierra adentro, elige de entre todos los vinos seleccionados, el mejor, y se otorga el Primer premio.

“A partir del año 2016, que retomamos la Fiesta del Tinta Femia, que llevaba 6 años sin hacerse porque lo organizaba la Asociación de vecinos de Cela y lo habían dejado, comienza a notarse un pequeño impulso por parte de los colleiteiros. Hemos ido cambiando cosas, como poner un número secreto en el vino. Para la gente de nuestra aldea era un compromiso coger el vino de un vecino y no el del otro, en la medida que el cosechero estaba presente en el stand. Desde que pusimos el número secreto, los vecinos lo agradecieron.”

Componedor preocupado, Fernando sabe que para que toda esta cultura de la Tinta Femia de Cela no muera, tiene que entrarle sangre nueva; lo saben todos. Los hijos de los colleiteiros autóctonos ya se han ido. Algunos ni siquiera saben dónde quedan las viñas de su propia sangre. No heredaron ni el interés por la actividad ni consideran que el vino aporte a su economía. La pesca, para la mayoría, sigue siendo el mejor modo de ganarse la vida.

Fernando supo de un alma libre perdidamente enamorada de estas terriñas que va conociendo el territorio del Morrazo como la palma de su mano aunque sea vigués. Un tipo con una pulsión clara, un conocimiento técnico y el poder de cata para establecer cuál es la tipicidad de la Tinta Femia. Un hombre tranquilo que no se queda quieto; que así como un día se largó a Lanzarote enamorado de una mujer y del océano Atlántico, volvió para criar a su hijo en Cangas y contagiarse el ADN de un morrecense más. Dice que anduvo por todos lados. Que nació escritor en prosa y cuando el alma le anda tranquila, escribe en verso; que fue montañero y profesor de educación física; que se hizo sumiller y estudió viticultura y que, cansado de pequeños cursos dispersos, organizó uno con fundamento para que los aficionados gallegos al vino pudieran formarse como verdaderos sumiller.  Un agricultor que hoy se siente libre cuando trabaja en soledad una viña de Tinta Femia y a lo máximo disfruta la conversación de su buen amigo Julián Rodríguez, el poeta maldito, el viticultor sin tierra, su colaborador fiel.

Antonio Portela conservador de territorio y paisaje. Conservador de la cultura de la Tinta Femia

Antonio Portela está embarcado en esta nave, soltó amarras, no tiene más destino que el de navegar amarrado a unas cepas ancladas a viñas que ama. Ya pasó por todas las etapas del vino y siente que esta es la fase superior. Está en unas viñas donde quizá debió culminar el camino; antes pudo haber vivido el ciclo de “los bagos en las ermitas, en el Bibei, en La Geria, en la Liébana y en todas ellas pasaría los días soñando con las viñas oceánicas de las playas del Solpor”; pero ya se plantó en ellas y solo puede estar agradecido e intentar darles lo que se merecen, “llevarlas al alén, al más allá del vino”.

Versión resumida de este artículo en el nº33 de La alacena roja
Artículo publicado en le5duvin.com


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